La esposa de Mao, Jiang Qing, irrumpió en una presentación de la filarmónica Central de Pekín y con un grito en la garganta declaró “la sinfonía capitalista está muerta”. Así, de prepo y sin ocasión para el retruque se imponía la Revolución Cultural de Mao. Y como parámetro para juzgar la música se dejó de lado la lógica de la armonía y el contrapunto para preferir los fervores de la pureza revolucionaria, por eso era de esperar que sólo quedaran admitidas en el repertorio oficial unas poquísimas obras consideradas estériles en su capacidad de aliviar ánimos contra-revolucionarios. La música occidental fue erradicada y los músicos que antes de la revolución cultural la tocaban fueron considerados “contaminados” y en consecuencia se creyó necesario curarlos de su filiación burguesa a fuerza de trabajos manuales que podían incluir, muy frecuentemente, limpiar chiqueros. Liu Shikun, pianista de trayectoria internacional, fue encarcelado, acuso de espía y para quitarle la posibilidad de que sus manos urdieran sonidos que contravinieran la revolución maoísta se aseguraron de fracturarle de manera irrecuperable ambas manos. Así se hacía cultura por esas épocas: a fuerza de amputaciones, denigraciones y obscenos denuestos de las piezas musicales. A tal punto no importaban las reglas de la composición que sin conocimiento musical la propia Jiang Qing se sintió capacitada para adaptar la Sinfonía Shajiabang y el mismísimo Concierto del Río Amarillo para piano y orquesta, con un resultado más propio al estrépito que a la estética y sin embargo loado con vehemencia por una legión de temerosos y fanáticos. A la muerte de Mao en 1976 le sucedió el infortunio de Jiang Qing y, así como todo pasa, pasaron el maoísmo y las incoherentes rearmonizaciones sinfónicas de su esposa.
La música es hija de la memoria y se necesitan para evitarse, mutuamente, los sinsabores que la humanidad, a veces, gusta darse a sí misma.-
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