Cual si hablaramos de un interruptor, la música puede activar el placer o desactivarlo. Las áreas auditivas temporales y la circunvolución orbitofrontal derecha se encienden iniciando el proceso del placer, que para suceder sugiere también la desactivación de la amígdala cerebral derecha. Entonces escuchamos y sentimos gozo, entonces la música pontifica entre las vibraciones y el agrado de estar presente a ellas. En su extremo opuesto, y aunque subjetivamente pero no por eso dejando de estar colectivamente extendido, si la música es disonante o se aleja del canon epocal de lo deseable, entonces el cerebro denuncia el displacer activando de manera opuesta las áreas cerebrales que antes mencionamos. El giro curioso es que tocando los centros del placer, la música puede provacar también adicción, tal como cualquier sustancia que convoque estos centros. Por esta razón, por la vecindad con las sustancias placenteras, la música es una desinhibidora de la conducta y promotora en consecuencia catalizar encuentros entre personas (que la timidez cohibiría) o de generar infaustos prontuarios por inconducta. Su condición de agradadora puede trocarse en narcotica, y su afabilidad para lo interpersonal puede volverse desmesura. Por ello Platon la temia en su mal uso y recomendaba se la incluya en la educación de los principies, no sòlo para que los moldee en su carácter sino también para que se les anticipe recursos que les permietan no caer tras los embrujos que la música podría tenerles preparados. Lo hablamos en algunas notas anteriores como diferencia entre la lira de Aquiles y la de Paris. Pero hoy, para no retroceder en el rescate de esa metáfora que mencionamos, queremos quedarnos con la consideración de esta potencia en lo musical, de esta capacidad del placer sublime o de la sujeccion adictiva, del puente humano o del desequilibrio incontralado. Tal potencia manejamos al tocar música. Y como quien cabalga un tigre será cuestión
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