Usar la voz para la entonación melodiosa fue en la antigüedad una labor que demandaba, además, otras distinciones. Mientras que el poeta, cercano a los misterios y a los secretos arcanos, era considerado una especie de sacerdote capaz de juzgar e interceder en los más graves asuntos humanos; el mero cantor ambulante tenía su musical alocución degradada y ni a artista podía aspirar, sino a mero entretenedor. No por nada del poeta sacerdote, si miramos al norte del mundo, podemos ver como se deriva de su denominación galesa “derwydd” (vidente del roble) la palabra “druida”. Y tal poder de operar sobre lo real tenían que durante las batallas los poetas de cada ejercito observaban la lucha desde una colina y era potestad del poeta del bando vencedor contar la historia de lo sucedido, y esa historia era en sí misma la Verdad. En cambio, profano e inculto, adorador de los giros burlescos y las proezas vulgares, el cantor ambulante era un mero “joculator”, un agasajador del tiempo que entretenía a las soldadescas, al pueblo y a las cortes pero cuya palabra, como Casandra, siempre estaría sospechada de engañosa y artera. En Gales eran llamados “eirchiad” o suplicantes, ya que su oficio, desconectado de las ambiciones sutiles y metafísicas, sólo aspiraba a la dádiva y la ocasional y generosa compensación del público.
Estos pugilatos siempre contravinieron la potencialidad unificadora de la música, alejando de sí de manera inconveniente una de sus proezas mas maravillosas: la de hermanarnos. Cantores y poetas, ambos son malabaristas de lo sonoro y por eso, y a nuestro entender, comparten juntos un privilegiado lugar en el parnaso.
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