El concepto de lo apolíneo estaba para Nietzsche encarnado por el poeta Homero: era objetivo, epopéyico y normativo, los eventos llevaban en sus trazos una concatenación clara y así, a fuerza de una clara descripción, el mito se develaba ordenado y edificante. Arquíloco en cambio gozaba de las cárnicas desmezuras de lo dionisiaco: era emocional, lírico y cántico y por eso, estaba próximo a la música como ritual. Hoy encontramos también esa misma oposición que supieron tener la epopeya y la canción popular. ¿Cual es la articulación sonora más deseable: la de la compensada armonía académica o los paisajes sonoros y canturreos de barriadas y orillas? Para Nietzsche "la canción popular es el espejo musical del mundo, la melodía originaria". Y tras estas búsquedas, tras estos intentos de forzar las categorías y exprimiéndolas al punto de que goteen algún sentido, están las otras preguntas, las profundas, las que piden saber por ejemplo si el lenguaje imita a la música o si el ser fonante que es el humano organizó el mundo de lo sonoro en una estructura de sentido que llama "música". No pocos problemas se inaugurarían al pensar de este modo. En principio el arte oral, la literatura por ejemplo, sería una destilación de lo musical (y no como sucede más habitualmente que setenta dar semanticidad a la música como si ésta imitara a la palabra). Las palabras podrían ser aparenciales, fantasmagorías fónicas, meras imágenes incapaces del fenómeno lingüístico, y la música sería la verdadera gestora de la comunicación y del mensaje. La lengua sería manifestada por lo sonoro y este sostén fónico de lo semántico más que su medio o vehículo sería su origen. Sólo para oír suspendemoremos por hoy la palabra, para enfrentarnos a la mera experiencia de lo sónico, a ver si desde ahí surge un sendero a nuestro origen como seres de lenguaje, a nuestra incansable obsesión por dotarlo todo de sentido.-
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