“Para esquivar los peligros equivalents del reduccionism vacío y la credulidad sin fundamento, uno tiene que equilibrar el respeto por las pruebas con la apreciación de lo no demostrado y lo indemostrable”
La mente enamorada, Thomas Lewis-Fari Amini-Richard Lannon
“El alma encuentra en un objeto el nido de su inmensidad”
La poética del espacio, Gaston Bachelard
Para detener la errancia de la mente los maestros Zen utilizan el “koan”, que es un enunciado paradojal que permite conducir el caos mental y enfocarlo. Uno de los más famosos es aquel que el maestro Mokurai (apodado por razones que se develaran muy pronto “Trueno silencioso”) le dijera en modo de pregunta a su joven e insistente discípulo Toyó: “Siendo que las dos palmas juntas hacen un sonido, ¿cuál es el sonido de una palma sola?”. Muchas formas hay de intentar resolver este enigma, algunos dicen que el sonido de una palma sola es aquel sonido que, al no sonar las dos, ofrecen las cosas vivas y es por esto que Toyó volvía con el maestro diciéndole que el sonido de una palma sola era el viento o el cantar de un pájaro o el agua de la montaña vencida por la gravedad; otros prefieren pensar que el sonido de una palma sola es el sonido insonoro que todo lo puebla, esa sonoridad persistente en todo lo vivo que no siempre se escucha y que en la filosofía yoguica saben llamar Anahata Nada o el “sonido no hecho”, que es presente en todos lados sin necesitar ser activado por nada, el sonido del silencio.
Sin embargo, una cosa es afirmar que todo suena y otra muy distinta es demostrarlo. Por eso queremos compartirles tres intentos de demostrar que todo lo que existe no sólo emite sonido sino que, además, tiene música. Para empezar hablaremos de una partícula recientemente descubierta que consiguió ser apodada de manera sobresaliente: el bosón de Higgs, o también “la partícula de Dios”. Las razones de este bautismo nos son ajenas a estas líneas ya que nuestros ojos buscan sonidos pero nos interesa el bosón de Higgs porque el científico del Gran Colisionador de Hadrones, Domenico Vicinanza (también músico como se podrá adivinar), transcribió a lenguaje musical los datos de esa partícula e hizo con ello una composición descubriendo en ella la música del bosón de Higgs o, que es lo mismo, la música que hay en la “partícula de Dios” (y para no sostener una niebla misteriosa sobre cómo suena les compartimos el nombre por el que pueden buscarla en internet “The Higgs Boson Song : A Sonification of the ATLAS Data by Domenico Vicinanza”).
Otra victoria en la tarea de visibilizar la música insonora fue de la investigadora, microbióloga y pianista Aurora Sánchez Sousa, que junto con el músico Richard Krull tradujeron al lenguaje musical la secuencia de unidades de distintos genes de hongos, bacterias y seres humanos y con ellas compusieron canciones. Vinculando a cada nucleótido del adn (adenina, timina, citosina y guanina) con una nota musical: La para la adenina, Sol para la guanina, Re para la timina y Do para la citosina, consiguieron concebir al genoma como una partitura.
Por último tenemos el caso del siempre misterioso número PI. Asignándole a cada número una nota (en relación con la escala de La menor), y utilizando 122 decimales del número PI, el músico David McDonald “toco” la secuencia del número descubriendo la bella melodía que llevaba encerrada en el silencio esperando ser transcripta. Otro compositor que años antes develó la música de PI y la volvió una sinfonía (“The Pi Symphony”) fue Lars Erikson, quien quiso reclamar su derecho de ser el compositor de la música de Pi y denunció a David McDonald de plagio. El juez que intervino en la causa desestimo la denuncia porque Pi, y afortunadamente su música, no está sujeto a derechos de autor.
Estas historias nos permiten sospechar como verdadera esa sensación que tenemos aquellos que poseemos cuencos tibetanos en nuestras casas, porque sucede que aunque no los estemos tocando su quietud pareciera ser sólo aparente. Algo en el sonido de los cuencos, una vez que ha llegado alguna vez a nuestros oídos, también ahí permanece, omnipresente, en un sonido silencioso, como un susurro que propone, incansable, la vía de la armonía.
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