“Mi alma es un bajel encantado
Que como un cisne durmiente flota
Sobre las olas de plata de su dulce canto”
Percy Bisshe Shelley - Prometeo desencadenado
Inmensurable fue el esfuerzo del rey Munmu, pero tras largas fatigas (no sin riesgos a su propia vida a la de sus seres más queridos) consiguió unificar los tres reinos que constituían Corea en el siglo VII d.c. Él pertenecía al reino de Shilla y conquistó y anexo a los otros dos reinos peninsulares (el de Beakje y el de Goguryeo) creando la Corea unificada llamada en ese momento Shilla. Viendo el nuevo y glorioso rey que la muerte le estaba próxima se apuro en dejar claro su último deseo: ser enterrado en el mar del este, conocido como Donghae, para poder de ese modo transformarse en un dragón marino y proteger desde esta nueva forma al reino que tanto le costó unificar. El buen hijo que oyó el pedido se hizo rey y cumplió la voluntad de su padre. Agrego por la inercia de su pasión filial y la admiración por las proezas de padre algunas mejoras y honras a la sepultura. Construyo una bella tumba en una isla rocosa junto a la que edificó un templo lujoso que mirar al mar; podrían, pensaba el nuevo rey Sinmun, mirarse él y su padre a través del agua, él desde el recién estrenado trono y su padre desde su tumba marina. El tiempo vino y constante edificó una nueva y calma normalidad pero un día, corriendo al trote del pavor y la sorpresa, el funcionario real Bak Sung Cheong se presentó al rey para comentarle que una montaña flotante viajaba por las aguas hacia el templo. Urgente se hicieron las señas específicas y se pobló de adivinos, astrólogos y sabios que pudieran interpretar el prodigio. Fue unánime la interpretación: todos leían en el suceso la clara conversión del rey Munmu en dragón, tal como había deseado y prometido y, aseguraban los sabios, la montaña movediza sugería la intención del rey dragón de entregarle un regalo a su hijo. El astrólogo del grupo, luego de cálculos precisos y de la traducción de evidentes insinuaciones estelares le dijo al nuevo rey que el regalo sería dado el séptimo día del próximo mes. Fue necesario esperar para ver confirmados o desmentidos los oráculos, pero finalmente el día llego. El rey Sinmun se subió a una barca y al vaivén del agua marítima llego a la montaña y vió en su parte más alta un árbol de bambú que, como una flor enamorada del sol, se dividía en dos por el día y se volvía a unificar por la noche. Expuesto en el agua y sin saber que hacer estuvo el rey 7 días con sus noches, en flotante vigilia hasta que el dragón al séptimo día se le apareció. Era su padre, ahora alado e invencible, que traía una indicación: hacer una flauta con el bambú del árbol de la montaña movediza. El sonido de este instrumento, prometió el paternal dragón, traería paz al mundo. La flauta se hizo y fue guardada para los tiempos necesarios; que como siempre llegan. Hubieron sequías que el sonido de la flauta humedeció; enemigos que huían a su sonar, oleajes peligrosos que se frenaban dulcemente en la orilla por la flauta, conspiraciones dentro del reino que encontraban resolución en la reflexión; y todos estos prodigios de paz y tranquilidad los hacía la flauta del árbol de la montaña movediza. Como su sonido desaparecía los males la llamaron “manpasikjeok”, que significa “la flauta que calma diez mil olas” y hoy día no se sabe si alguien, llegado el momento necesario, la hará sonar para pacificar los tiempos presentes. Nuestros oídos, cuando llega el viento del este, atentos permanecen en espera de sus sonidos redentores.-
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