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Paris o Aquiles, dos Liras

“No puedes enseñar a componer a un músico joven, como no puedes enseñar a crecer a una planta delicada, pero puedes guiarle un poco poniéndole un palo aquí y otro allí”

Frederick Delius, citado en Delius as i knew him (1936) Fenby.


Siendo la música esta sustancia indescible, tan indivisible de la existencia pero tan extraña al entendimiento, aprenderla, formarse en ella y dominarla no siempre fue una posibilidad anudada solamente al deseo de hacerlo. La pedagogía musical estuvo escindida en dos vías muy claramente perpendiculares. Por un lado la Música integraba con solemne presencia la lista de disciplinas del Quadrivium, aquellas artes del número que se componían de la aritmética (que enumera), la geometría (que pondera), la astronomía (que cultiva los astros) y la música (que canta las glorias de lo universal). Estos conocimientos (juntos con los que componían el Trivium y que eran las artes de la elocuencia) estaban reservados exclusivamente para los soberanos y los líderes; el resto de las personas, los profanos y cívicamente "horizontales otros", los meramente otros, si querían aprender música sólo les quedaba capturarla a ráfagas por los caminos, aprendiéndola de oídas, sin sistematicidad ni progresión. Esta aspiración de conservar la formación musical sólo para las altas esferas de la sociedad se sintetizaba en la expresión virtutis sonus, principum honos que significa aproximadamente: “que en el sonido de la virtud se encuentre el honor del príncipe”.

Y si acaso se postulaba a la música como únicamente meritoria de conocimiento por los conductores de sociedades era porque se la creía potente en su capacidad de influir los afectos de las personas, sus almas o psiques diríamos hoy. Existe una historia bella que ejemplifica este poder musical de conducir el espíritu del líder, o de corromperlo. Desde luego, omnipresente en las mejores historias, hablaremos de Alejandro Magno. Memnón de Rodas fue el primer asiático que tuvo el indeseable trabajo de contener las tropas del macedonio. Estuvieron cerca de hacerlo ya que un persa casi logra herir mortalmente por la espalda a Alejandro, pero el destino quiso ubicar de manera oportuna al soldado macedonio Clito que matando al persa prolongo la vida de Alejandra Magno y con su estocada dio auspicio al extenso imperio macedonio. La satrapía que defendía Memnón era un emplazamiento sobre la Troya mítica. Plutarco cuenta que luego de la batalla, cuando Alejandro Magno paseaba por estos territorios anteriormente Troyanos, un artesano de instrumentos, quizás como ofrenda, quizás como afrenta, se le acercó para preguntarle si quería conocer la Lira de Paris. Recapitulemos mas no sea brevemente: Paris era el príncipe de Troya durante la guerra relatada en la Ilíada y el verdadero promotor del conflicto siendo que él fue el secuestrador de Helena, la esposa del rey Agamenon. Volvamos, al recibir Alejandro esta invitación del hacedor de instrumentos el guerrero respondió categóricamente: “prefiero la Lira que Aquiles para cantar las glorias de los héroes” (esta es la versión edulcorada, se estima que su respuesta concreta fue “Prefiero la cítara del viril Aquiles y no la del lánguido y afeminado París”, ya que el joven Paris tenia fama de blando para el combate y proclive a los placeres venusinos).

Esta historia retrata la doble posibilidad que trae la música al espíritu humano porque puede insuflarlo de coraje y dotarlo de carácter pero también hacerlo perder en las mieles del placer. Siempre se ha temido a la música pues supone el riesgo para quien se forma en ella de tomarla como puro deleite, riesgo corruptor para el gobernante. Y Así quedaron Aquiles y Páris como el emblema de buen y mal gobernante, pero también como del buen y el mal aprendiz sonoro: uno, preocupado por su pueblo, tomó la música como recreo momentáneo después de la lucha, el otro, como puro deleite.

¿Cómo trazar la frontera entre el goce corruptor y el enriquecedor? ¿Cómo entender en el sonido la acción benéfica o la maléfica? Quizás los oídos y el corazón sean los auditores de estos asuntos. Nosotros al sonar los cuencos sentimos que nuestros pasos se hacen más firmes, más se evapora la niebla que nos impedía andar y, no sin deleite, caminar hacia nuestro bienestar es cada vez más posible.

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