Siempre prevenido, largos meses antes de cumplirse un nuevo aniversario de la muerte Anna, su amada esposa, siendo que a él le gustaba mantener su recuerdo vivo reverberando en composiciones musicales encomendadas a grandes compositores, el conde Wallsegg llamó a un mensajero de su corte para darle un preciso encargo: debía presentarse frente a Wolfgang Amadeus Mozart y contratarlo para que componga una misa de difuntos. Una condición era inviolable, su nombre debía permanecer anónimo de modo que nunca el músico sabría quien lo contrato ni a qué difunto sería dedicada la pieza. Sabemos las razones de esta extrema discreción: al conde Wallsegg le gustaba hacer pasar como propias estas composiciones recordatorias; organizaba eventos donde presentaba como suyas las piezas musicales y por eso era celoso de que se supiera que las compraba en vez de crearlas. Mozart nunca supo para quien era el réquiem que le encomendaban, y esta niebla en la procedencia del pedido, unida a unos años ya desventurosos en lo económico y de atenuada famada, lo sumió en una extraña superstición, aquella que le hacía entender en este réquiem un presagio: componía para su propia muerte. Ella, su propia muerte, se apuro a llegar antes de que terminara el réquiem y en la madrugada del 5 de diciembre de 1791 pasó a buscarlo por su cama para desvitalizarlo y podérselo llevar al a inmortalidad genuina. La mortalidad que abandonó lo despidió sin lujos ni fanfarrias. Empobrecido como estaba casi con nada disponía para hacer frente a un velatorio fastuoso y tuvo su viuda Constanze Weber que hacer oídos oyentes a los consejos del barón Van Swieten, que con cariñoso pragmatismo para no acrecentar las ya engrosadas deudas de la familia recomendó un servicio funerario de tercera clase, aquel en que el cuerpo era envuelto en un sudario y arrojado a una fosa común. La muerte de Mozart tuvo tanto anonimato como el encargo del réquiem, y por esta razón es que nunca pudieron hallarse despojos mortales de Mozart, quedó de él solo la materialidad de su música, las vibraciones sublimes de sus ideas sonantes. Sobre el réquiem inconcluso, no lo fue tanto ya que gracias al trabajo de Franz Xaver Süssmayr, un querido discípulo suyo, se le dio cierre y coherencia. Aunque sabemos que siempre la Misa de Réquiem en re menor K. 626 llevará por coautores a la muerte y al misterio. -
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