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Sonidos que al olvido vencen

Donde el ser humano supo registrar, ahí en esas superficies, fueran piedras, barros, papiros, códices o paredes rocosas, donde fuere posible asentar lo importante para eludir el olvido, ahí nunca faltó algún tipo de escritura musical. Las melodías, tan importantes para el ser humano primitivo como para nosotros hoy día, una vez sucedían se trataban de memorizar, pero siempre se supo a la memoria enemiga de la verdad e incapaz de hacer persistir sin falsear cualquier acontecimiento. Si hablamos de occidente nuestra primer referencia podría ser una tablilla Sumeria (actual Iraq) que rondaría el segundo milenio antes de Cristo. Allí en escritura cuneiforme y muy rudimentariamente se indicaba una escala diatónica y una armonía simple de terceras que podría entenderse como el registro de una composición musical, a fuerza de que puede de alguna manera replicarse siguiendo sus indicaciones. Como siempre nos iluminará como un faro en estos aspectos y si de sus luz sonora hablamos es inevitable la mención al epitafio de Seikilos, datado entre el siglo II antes e Cristo y el primero después de Cristo. Y si bien hubieron desde el siglo VI. A.C registraciones musicales se vuelve inevitable el epitafio de Seikilos porque es la primera que se conserva completa y registra, además de una intención de replicabilidad una musical, una idea de obra, una totalidad sonante. En alguna nota anterior hemos hablado con más extensión de él pero hoy queríamos hacer pie en el mero hecho de dejar registrado un sonido y cuando esta registración satisface al copista o al compositor. Porque antes del epitafio de Seikilos tenemos elementos musicales fragmentarios, sonoridades rotas de su totalidad, de supervivencia parcial y, en la música, el todo no está en la parte, no nos sirve la sinécdoque y por fuera nos queda la posibilidad de imaginar desde un fragmento la totalidad de la pieza. Cuantos mordiscones la voracidad del olvido habrá asestado a las músicas del pasado para digerirlas en una evaporación ya inasible. Aquellas poquísimas composiciones supervivientes que constituyen un sentido de obra, una totalidad registrada coincidente con el deseo del compositor, son joyas verdaderas que nos pueden contar de una dirección estética, de una intención en el decir musical; el resto, los fragmentos, son arqueológicas iluminaciones en una niebla asemántica y duradera. Sin embargo siempre hay que iluminar el pasado porque de eso fragmentos podemos traccionar sentido para entender la voluntad humana de sonar, siempre presente, la persistencia humana de registrar, siempre tenaz, y la irrevocable sensación de ser quienes tocamos una gran familia que no sabe ni acepta al Tiempo como división o distancia.-

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