“Ya no irán las encinas tras ti embelesadas, Orfeo, las piedras, las silvestres manadas de fieras; ya no adormirás el rugido del viento, el granizo, las ráfagas de nieve, la mar embravecida. Has muerto y te lloran Calíope, tu madre y las otras hijas de Mnemósine”
Antípatro, Epigramas
“La música, como va por encima de las Ideas, es también del todo independiente del mundo fenoménico; lo ignora por completo y podría, en cierto modo, seguir existiendo aunque el mundo no existiera”.
Arthur Schopenhauer, “Pensamiento, palabras y música”.
Centrada su existencia en su pena de amor, Orfeo (el mago-músico) dedicaba la totalidad de sus horas a llorar tocando la lira y conmover con su sonido a los árboles del monte, y tan obstinado en sufrir estaba que rechazó por años y años las lúbricas insinuaciones de las hermosas Ménades; ellas, ofendidas por estos desaires, asesinaron al músico despedazándolo, y desparramaron sus miembros por distintos territorios. Tocó a la cabeza de Orfeo y a su lira ser arrojados al río Hebro donde, aún separada del resto del cuerpo, la cabeza seguía cantando su pena mientras la lira, auxiliada por el viento, aún vibraba sus cuerdas. A la deriva por las aguas del rio fueron la cabeza cantante y su lira hasta que, luego de flotar un tiempo en el mar, los recibió la costa de la isla de Lesbos. Los lugareños hallaron la cabeza y la lira y como a dos ilustres seres les dieron sepultura: sobre la tumba de la cabeza de Orfeo levantaron un templo a Dionisio y sobre la tumba de la lira construyeron un templo en homenaje a Apolo. En aquellos mismos años Neanto, el hijo del rey de Lesbos (el tirano Pítaco), fue creciendo y oyendo los relatos del mágico sonar de esa lira. Tentado por este promisorio poder musical Neanto sobornó al sacerdote del templo y sustituyo la Lira de Orfeo por una lira común. Sintiéndose heredero de la música (y la magia) de Orfeo, y ya con la lira en sus manos, decidió ir al bosque para tocarla sin dejar en evidencia su trasgresión, queriendo a su vez observar como obedecían las piedras y los vientos al influjo de su sonido. Pero tan torpe y falto de arte fue Neanto en la ejecución de la lira que la única compañía que consiguió fue la de una jauría de perros salvajes que aturdidos por el eco del instrumento lo devoraron. La lira de Orfeo, finalmente, demostraba ser igual a cualquier otra lira, salvo que quien la ejecutara fuera Orfeo.
De un antiguo árbol Kiri, de tan alta cima que en sus ramas superiores se hacía posible conversar con los astros del cielo, se tomó la madera con la que se fabricó un arpa encantada, sólo capaz de ser tocada por el músico más sublime. El Emperador pagó una obscena cantidad para poseerla pero ni él ni nadie del imperio podían sacar más sonidos que unos estridentes y molestos chirridos. Se decidió organizar un concurso en busca del mejor músico para que el arpa pudiera, finalmente, revelar sus mágicas vibraciones. Durante días y días iban llegando músicos de renombre y fracasaban en su intento, pero uno de ellos, Peiwoh, luego de presentarse al emperador sin más elocuencia que una sonrisa, puso sus manos sobre el arpa y consiguió sonarla de tal manera que cualquier otro sonido que antes se hubiera escuchado en la región quedó ensordecido para siempre. El músico fue apresado para que confesara el secreto que le permitía sonar el instrumento, y así permaneció toda su vida en el encierro porque nadie quiso creer en sus palabras: “el arpa es sólo una parte de mí, el que suena soy yo, dejo libre el arpa y el arpa es Peiwoh y Peiwoh es el arpa”.
Estas dos historias mantienen vigente una inquietud que nos atraviesa a todos los que tocamos instrumentos que aspiran al bienestar de quien oye: ¿es el instrumento el que posee sonidos transformadores, o es el que toca quien consigue hacer transformadores los ordinarios sonidos de un instrumento? La ciencia nos ha permitido aprender que algunos sonidos tienen independencia y consiguen ser ellos mismos benéficos de por sí, pero también la misma ciencia nos revela el poder transformador de la intención y cómo se sinergizan y amplifican los efectos gracias a vehiculizar los sonidos con buena disposición y afectuosamente. No tememos a la incertidumbre ni a la ausencia de definiciones. Sabemos que la duda nos hace andar y aprender y que acaso, del remolino siempre presente de inquietudes y aprendizajes, nos rescata un sonido que nos abraza en su totalidad y nos trae, hasta el próximo remolino de la duda, la calma y la quietud a la que llamamos hogar. Por este abrazo vibratorio, y por las ganas que nos deja en el cuerpo de seguir investigando, es que tocamos cada día con más intención y dedicación los Cuencos Tibetanos.
VISHUDA CUENCOS TIBETANOS
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