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Una seducción Tibetana

Quizás no haya hoy día otra tradición como la budista en su predisposición a considerar el sonido casi como una reliquia, como un tesoro donado al ser humano para su uso y custodia. A tal punto que si bien como tradición posee escrituras sagradas (etimológicamente derivado de la expresión “jeroglífico” proveniente del griego “hierós”: "sagrado" y “glyphós”: "escrito") se considera lo escrito como un “soporte del habla” y lo verdaderamente sagrado se activa, se vivifica en la recitación, esto es en la fonación, la puesta en sonido del mensaje, la forma vibracional-auditiva de expresar lo divino. Gracias a esta celebración de los audible el Tibet posee una sonósfera particular que transfigura su paisaje al punto de volver indivisibles a los perfiles montañosos del Himalaya, a los mantras reiterados hasta el paroxismo, las danzantes banderas multicolores extendidas en hileras de rezos, los címbalos repentinos, las cumbres heladas y al color azafranado del Kāṣāya que visten los monjes; como si de una coherencia que conforma una totalidad se tratara. Lo increíble de esta descripción es que supone una pura actualidad y no una mera referencia etnomusicológica, y así como hoy día vemos habitualmente (posmodernamente) la presencia de los sonoro sobre todo con el entretenimiento o lo que se considera la dimensión venusina de lo musical (es decir, lo meramente placentero), en el Tibet aún el maridaje más fuerte de lo sonoro se da con lo ritual. El más célebre de ellos, un ritual funerario, está descripto en el confusamente traducido “libro tibetanos de los muertos”, y decimos confuso porque la traducción más precisa de la expresión Bar do thos grol (Bardo thodol) es “La liberación por audición durante el estado intermedio”. Aquí la traducción por privilegiar la idea de muerte ha olvidado el recurso que la expresión en su lengua original mantiene en el título: la audición. Es por esta vía, la escucha, que el recientemente moribundo se ve guiado en su viaje de 49 hacia su reencarnación. La recitación (precisa y gutural) que evoca y convoca a las deidades pacíficas y demoníacas genera una hilo de Ariadna sonoro que conduce a través del laberinto del estado intermedio hacia la salida de la reencarnación y hacia una victoria contra el minotauro que habita en este pasaje luego de la muerte. La escucha se vuelva la única continuidad entre una vida y la otra, como una señal de referencia entre lo que se ha dejado de ser y lo que será, un ouroboros vibrante y audible, casi como el único sustrato de realidad que puede afirmarse por fuera de la maia de la ilusión.

Nos concentraremos un ritual tibetano de seducción sónica que supone el sometimiento de un demonio conocido como “la mujer vampiro”. La intención de este ritual es atraer al demonio-vampiro con un sonido que lo encante, que lo embelese y lo acerque para, una vez abandonado el inframundo y habitando nuestro mundo poderlo encerrar en una estatuilla destinada a tal fin que luego es destruida. La entidad demoníaca habita otro-lugar, el Naraka, un inframundo tormentoso que posee tanto paisajes violentamente ardientes como también desoladoramente helados. Allí este demonio-vampiro duerme en la oscuridad reinante del Naraka cuando de pronto un tamborilleo la despierta, “es el sonido de un trueno” se dice (la expresión poética que se usa en el Tibet es “el trueno del gran cielo del dragón”) y con él oye con prosodia de letanía un catálogo de placeres que se le prometen: sabores prodigiosos, la compañía de sabios y buenos oradores, aromas deleitantes, todo mientas el trueno retumba rítmicamente. Lo que no conoce el demonio-vampiro es que en realidad ni truena ni son ciertas las promesas de placeres sino que un monje Bonpo (entrenado en la liturgia exhaustiva de este ritual) bate un tambor que semeja al trueno y con desvergüenza desglosa palabras vanas que sólo pretenden (y consiguen seducir al demonio). Ese trueno seductor es el tambor del sacerdote Bön que cómo un flautista de Hamelín de la meseta tibetana atrae encantando con los sonidos de su tambor al demonio vampiro y lo enjaula en un tótem de cerámica construido para ser destruido y con él a la maligna entidad.

Cada sonido trae consigo una potencialidad, algunos armonizan con lo luminoso y otros para lograr sus fines deben entrar en consonancia con aquello que no proyecta luz. Así cada vibración cumple su cometido y el sonido se celebra como recurso de lo humano para su dicha. Por eso sonamos nuestros cuencos, como encantamiento favorecedor, como trueno protector de lo indeseado.-

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