Hablaremos de un instrumento donde la etimología y la materialidad se enemistan, hablaremos del Xilofón. Si desglosamos sus términos constituyentes vemos que su terminación fón se deriva de φωνή phōnē que significa “voz” y ξύλον xylon en griego significa madera. Por lo tanto podría traducírselo como la voz de la madera, o las maderas cantantes o si queremos despoetizarlo como un instrumento que hace sonar a la madera; y si bien eso es cierto en muchos casos no lo es en todos, porque hay Xilofonos de todos los materiales, incluso de los que queremos de hablar: de huesos humanos.
Dos cordeles los enhebran a cada extremo, como formando una escalera ósea que siguen una lógica de escala descendente, y por ello el sonido más agudo está próximo a la clavícula del ejecutante y el más grave cerca de su cadera, siendo que se cuelga del cuello del músico. Se golpea con un palo o una especie de redondel de madera que encintado a la mano queda a ella adherida y con este artefacto se rasga de arriba abajo el xilofón marcando un rítmo que lleva consigo también una progresión melódica ya que cada hueso, diferente en extensión y en porosidad, genera una nota distinta. Es de origen Catalán y allí se lo nombra “Ginebra”, “huesera” o “bandurria de huesos” y si bien hoy día se han reemplazado los huesos por maderas o cañas, es innegablemente cadavérico su origen. Puede rastrearse su presencia desde 1629 en la obra de Gabriel del Corral “La Cintia de Aranjuez” o incluso vérselo mencionado en los villancicos de la catedral de Málagra en 1751 cuando se señala la presencia de génebras o genebreras.
Todo es susceptible de volverse un instrumento e incluso nuestras partes componentes pueden aspirar a continuar reverberando en la posteridad como un sonido en la comunidad, como una resonancia humana. Si el ingenio busca persistir en el sonar, puede nuestro cuerpo no abandonar nunca la sublime posibilidad de asistir a la música con nuestra carne, aún a pesar de idos de nuestros ojos los bríos vitales pueden nuestros huesos hacer música.
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